La historia es conocida. El sombrío destino del Mar de Aral se selló a principios del siglo XX, cuando el más prestigioso de los climatólogos rusos, Alexander Voeikov, lo definió como un «evaporador inútil». Sin embargo, no fue hasta la década de 1960 que ese destino empezó a cristalizar ante los ojos incrédulos de los habitantes de sus orillas. La mayor parte del agua de los dos enormes ríos que alimentaban al Aral se derivó para satisfacer la demanda de riego de los cultivos de algodón que la Unión Soviética promovió en Asia Central, lo que destruyó el delicado equilibrio hidrológico del mar, que empezó a evaporarse. Sólo fueron necesarios cincuenta años de explotación agrícola para dejarlo en el 10% del tamaño. En menos tiempo de lo que se tardaba en amortizar una barca, los habitantes de las ciudades pesqueras en Kazajistán y Uzbekistán vieron cómo el cuarto mar más extenso del planeta y su mayor pesquería de agua dulce se alejaba, para dejarlos en la ruina económica y humana. En varios años más, Aral se había retirado tan lejos y tan rápido de sus puertos y bordes que para las generaciones nacidas a partir de la década de los ochenta pescar o nadar en el Mar de Aral es sólo algo que aparece en los anhelos de los ancianos. En sólo tres generaciones el mar había desaparecido.